lunes, 29 de noviembre de 2010

¿Ojos que no ven corazón que no siente?


“Ojos que no ven corazón que no siente”, dice el refrán. Mentira. Yo añadiría un pequeño matiz: ojos que no quieren ver… porque el dolor sí que está ahí. Lo que pasa es que nos asusta enfrentarnos a otro mayor, el que supone admitir que nos han vuelto a joder (y a pesar de la palabra, aquí no hay placer posible). En otras ocasiones, no podemos hacer descansar la culpa sobre los demás porque hemos sido nosotros mismos quienes hemos vuelto a tropezar con la misma piedra, a veces, incluso a pesar de las señales que advertían del peligro. Se supone que, con los años, uno aprende de la experiencia y así será, sin duda; pero como esas vivencias cambian con nosotros nunca estamos a salvo de sufrir un traspiés. Si se mira con cierta perspectiva, quizá no sea tan malo soportar de cuando en cuando pequeñas caídas ¿no resultaría demasiado triste llegar a la meta sin las huellas de haber participado en la carrera? No es que sea masoca y me guste sufrir, en absoluto, sólo creo que la vida deja heridas, cicatrices (unas visibles y otras no tanto) y yo quiero aprender a curar las mías.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Ya no...

Sigo recuperando textos viejos, eso demuestra lo vago que puedo llegar a ser... este tiene poco más de un año pero, hoy, sigue vigente para mí.


Las buenas canciones, las que realmente merecen la pena, son aquellas que uno puede escuchar cientos de veces y seguir descubriendo, entre línea y línea, aspectos en los que no se había parado a pensar hasta entonces. Escuchaba ayer, como en muchas otras ocasiones, “Por la borda” de Quique González y una de sus frases me llamó la atención de una forma distinta, decía así: “soy el peor enemigo que me podía encontrar”. Totalmente cierto…

Solemos tener miedo del daño que puedan causarnos los demás, pero ¿y el que nos hacemos nosotros mismos? Nadie nos conoce mejor, así que no es difícil dar en el clavo. Bien es verdad que no solemos ser del todo conscientes de ese mal autoinfligido. Existen tantos tipos y grados de daño como personas; en esto, como en casi todo, cada individuo es un mundo. Hay quien se empeña en terminar una carrera que ni siquiera le gusta para no defraudar a papá, también quien confía precisamente en quien no debería hacerlo y no faltan, tampoco, aquellos que van a enamorarse de la persona que menos les conviene, bien porque el sentimiento no es correspondido o bien porque jugará con su corazón de la misma forma en la que los niños moldean la plastilina (si es que los enanos de hoy en día siguen siendo capaces de disfrutar de algo tan sencillo).

Sin embargo, el dolor más agudo, persistente y cruel se lo provocan quienes pronuncian las terribles palabras “ya no te quiero”, a pesar de no ser cierto. Aquellos que forman parte de esta categoría se han dado cuenta, quizá demasiado tarde, de que confiaron sus ahorros sentimentales a un/a estafador/a. Deciden echarlos/las de su vida para evitar males mayores, pero no es tan fácil lograr que abandonen su pensamiento. Se agarran a las entrañas como las garrapatas, como esos inquilinos que llevan meses sin pagar la renta pero a los que el dueño del apartamento tardará años en desahuciar…
No se me ocurre ningún remedio que ayude a mitigar ese dolor, creo que en estos casos el paracetamol o el ibuprofeno no son eficaces. Es posible que uno deba repetirse mentalmente ese “ya no te quiero” varias veces todos los días confiando en que, con el paso del tiempo, llegue a ser una realidad.
Pues eso, que YA NO TE QUIERO.

domingo, 21 de noviembre de 2010

¿Existe el desamor en los cuentos?

Hoy toca reciclar un texto que escribí hace tiempo en otro lugar:

En los cuentos que nos leían cuando éramos pequeños siempre había un final feliz, los protagonistas, casi siempre, acaban comiendo perdices. Es probable que también tuviesen el colesterol por las nubes después de varios atracones, pero eso no formaba parte de los relatos infantiles. Todo era blanco o negro, bueno o malo, no había espacio para el color gris.
Sin embargo los años, aunque no tengo muchos, me han ido demostrando que hay una cantidad enorme de tonalidades intermedias, que la gama de colores es, a veces, demasiado amplia y que en otras ocasiones, por mucho que uno lo intente, no es capaz de hacerlo bien… porque el final feliz llegará más tarde, tomará algún desvío e, incluso, es posible que no llegue nunca.
Con el paso del tiempo, las historias con un romántico y perfecto desenlace vendrían de la mano de la televisión y, fundamentalmente, del cine. Aún así, el esquema era idéntico: el chico perfecto conoce a la chica perfecta, se enamoran el uno del otro y viven felices hasta el final de sus días. Pero, ¿y si el príncipe no es azul y, además, se corta las uñas de los pies en el comedor? ¿Y si nuestra particular princesa de cuento de hadas ronca y no está dispuesta a quedarse en casa para cuidar de los siete enanitos? Seguro que también se quieren, o no… En cualquier caso, hay muchísimas cosas sobre el amor, el amor de verdad, el que va unido a dejarse la tapa del retrete levantada o a tardar una “eternidad” en maquillarse, que no nos contaron. Hay veces en las que me siento víctima de una estafa, del timo de la estampita en versión Disney. ¿Dónde está mi Blancanieves? ¿Eh? Eh?
No existe Blancanieves… pero es que yo tampoco soy un príncipe azul, ni quiero serlo. No obstante, esos finales tan propios de nuestra cultura, repetidos hasta la saciedad, nos han llegado casi al alma; por eso es difícil evitar una fugaz sensación de fracaso cuando la película de nuestra vida no concluye con un “The end” en letras mayúsculas.
Yo, mientras tanto, y por aquello de no desperdiciar el tiempo, seguiré disfrutando de mis finales mediocres porque uno siempre puede ir perfeccionándose entre un filme y otro y, porque además, la espera se hace así más divertida; y que me quiten lo ‘bailao’ y quien dice lo ‘bailao’ dice…